15 de noviembre de 2011

Los Espejos que no esperábamos...

"La abolición del velo femenino es un asunto delicado. No se producirá de un día para el otro. Todos tenemos miedo de lo que encontraremos tras ese velo."
-- Anaïs Nin, Hejda
La mujer como parte del engranaje social siempre ha provocado desconcierto. Desde el principio de los tiempos, los hombres y las mujeres con las cuotas de poder suficientes han tejido en torno a ella la amplia gama de atavíos que la han formado y deformado, transfigurándola, definiendo su destino con manos ajenas.

El atavío es una cuestión fundamental al momento de hablar de la participación no sólo de la mujer, si no de cualquier ser humano que se desenvuelva socialmente. Marshall McLuhan dice, "el medio es el mensaje," estableciendo que todo aquello que sirve para la transmisión de mensajes se vuelve una extensión del emisor, es decir, del ser humano. La comunicación del ser humano es un sistema complejo cuyo nivel superficial es la comunicación verbal; la mayor parte de nuestra comunicación se desarrolla a un nivel, por lo general, por debajo de la conciencia: gestos, muecas, movimientos, ademanes, y es aquí donde entra el atavío, que siendo parte del proceso de comunicación, se vuelve una extensión de la persona y de la personalidad.

Socialmente, el atavío tiene una relevancia a nivel conciente, particularmente por cuestiones comerciales. Sin embargo, si analizamos el atavío como un elemento de comunicación, y más allá de eso, como un signo lingüístico, como un símbolo, encontraremos un estudio interesante.

En tiempos antiguos, en culturas orientales, las mujeres utilizaban velos, entendiéndolo como un manto que las mujeres se ponen sobre la cabeza para cubrirse.

Nótese que la mujer portaba esta prenda con el propósito exclusivo de cubrirse. Es decir, en ese tiempo la posición particular de la mujer era de ocultar todo aquello que pensase o sintiese.

Ahora, los tiempos son distintos; ya no vemos los velos (por lo menos no en la cultura occidental). Las mujeres hablan, toman parte de la vida sociopolitica y economica de sus paises, se cubren o descubren segun ellas lo deseen (a su propio riesgo, por supuesto). Eso, sin embargo, no quiere decir que el velo ya no exista.

El velo no se lleva en la cabeza, se lleva por dentro.

Una mujer puede usar ropas costosas, vivir en una casa suntuosa, tener uno o varios automoviles, comprar muebles, ropa, comida, propiedades. Puede aparecer en television, ser fotografiada, tener puestos de importancia en una empresa. Puede parecer muy fuerte, muy ella misma, y a pesar de todo llevar un velo en su interior.

Una mujer puede abdicar su derecho, depender por completo, dejarse llevar en el poder de otros, renunciar a tomar decisiones. Puede dejarse marginar, envilecer, prostituir y moldear hasta el punto de no recordar quien era o quien fue en el principio.

Entonces nos encontramos con los espejos que no esperábamos...

12 de noviembre de 2011

Apología de una tal Sabina

De pronto, llegó la calma. Estaba en el ojo del huracán; contempló las nubes arremolinadas en torno suyo, vislumbró el poder destructivo del viento. Se miró. Miró los ojos heridos del hombrecito del sombrero gris, miró los despojos en su hogar, miró las rutas habituales de escape, las astillas que le quedaron en la piel al traspasar paredes. Sin ojos abiertos, percibió esa corriente en su interior que no dejaba de moverse, aquella corriente con tantos niveles, de tantos colores, que arrastraba extraños tesoros en su sedimento.


En realidad era tan mala? En realidad había causado ella sola todo esto? Nunca creyó que tuviera la potestad de mover los vientos de la desgracia a su alrededor, a pesar de que el transcurso de su existencia se anidaba ahí.

Sin embargo, lo que más la sorprendía era la capacidad de no sentir dolor. Todas esas cosas, que la afectaban profundamente, no le causaban dolor, aunque fueran indispensables para su vida. Como si estuviera en una especie de catalepsia de los sentidos, una suspensión inexplicable.

El hombrecito del sombrero gris le había dicho que la odiaba con toda su alma, que deseaba su muerte. Esto tenía que causarle un choque: después de todo, era el equivalente a un conejito felpudo el que le había dicho esto, un muchacho pasivo que nunca se había inclinado hacia el odio! Pero no sintió nada; las palabras golpearon su pecho sordamente y luego se deslizaron por todo su cuerpo hasta el piso, sin dejar si quiera una mancha.

"Perdónenme," dijo en silencio. "No quise hacerles daño. Es sólo-" continuó, mientras caminaba sola por la calle que se desperezaba lentamente para el día, "que no puedo sentir nada."

El azul de la madrugada se le metía en el cuerpo. Otra vez a dejar el sueño y regresar a la realidad.