27 de octubre de 2010

Extracto de Cotidianidad

Ayer salí a comprar leche por la mañana. Un acto totalmente vacío de sentido (de mi sentido, si prefieren). Salí despeinada, con las telarañas de sueño en mi cara, fresca la sangre todavía de las heridas provocadas por la noche insomne, deshechas las uñas de rasgar pesadillas. Caminé sin fijarme en los rostros de las personas que revolotean en torno al hospital, sin pensar en el tráfico estúpido que permea, desde hace unos meses, las calles demasiado estrechas, preocupándome sólo por el tímido sol de las nueve, que esta vez era un molesto intruso a mis ojos y mi piel.


En el harto conocido transcurso, el zumbido de mi cabeza fue interrumpido por un automóvil de proporciones inútilmente grandes para una ciudad que es mejor amar con los pies, y por el estrépito de un ruido despreciable que se derramaba por sus ventanas abiertas. Me indigné gravemente. Yo no adoro las mañanas ni les rindo culto ni las adorno con mis horas de trabajo, pero pensé: ¿Cómo demonios puede alguien irrespetar el sol (molesto e incómodo, sí, pero sol igual), el aire nuevo, los rescoldos azules de noche todavía presentes en las aceras, la atmósfera del nuevo día, de una forma tan irresponsable e imbécil, tan invasiva, tan absurdamente ciega?

Ojalá hubiese tenido el poder de callarlos para siempre.

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