12 de noviembre de 2011

Apología de una tal Sabina

De pronto, llegó la calma. Estaba en el ojo del huracán; contempló las nubes arremolinadas en torno suyo, vislumbró el poder destructivo del viento. Se miró. Miró los ojos heridos del hombrecito del sombrero gris, miró los despojos en su hogar, miró las rutas habituales de escape, las astillas que le quedaron en la piel al traspasar paredes. Sin ojos abiertos, percibió esa corriente en su interior que no dejaba de moverse, aquella corriente con tantos niveles, de tantos colores, que arrastraba extraños tesoros en su sedimento.


En realidad era tan mala? En realidad había causado ella sola todo esto? Nunca creyó que tuviera la potestad de mover los vientos de la desgracia a su alrededor, a pesar de que el transcurso de su existencia se anidaba ahí.

Sin embargo, lo que más la sorprendía era la capacidad de no sentir dolor. Todas esas cosas, que la afectaban profundamente, no le causaban dolor, aunque fueran indispensables para su vida. Como si estuviera en una especie de catalepsia de los sentidos, una suspensión inexplicable.

El hombrecito del sombrero gris le había dicho que la odiaba con toda su alma, que deseaba su muerte. Esto tenía que causarle un choque: después de todo, era el equivalente a un conejito felpudo el que le había dicho esto, un muchacho pasivo que nunca se había inclinado hacia el odio! Pero no sintió nada; las palabras golpearon su pecho sordamente y luego se deslizaron por todo su cuerpo hasta el piso, sin dejar si quiera una mancha.

"Perdónenme," dijo en silencio. "No quise hacerles daño. Es sólo-" continuó, mientras caminaba sola por la calle que se desperezaba lentamente para el día, "que no puedo sentir nada."

El azul de la madrugada se le metía en el cuerpo. Otra vez a dejar el sueño y regresar a la realidad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Blog, Aquí te dejo mi pajarito en la mano