15 de octubre de 2009

Lo Soñado


Una casa en las afueras de una feria. Como viendo al sol, diría alguien, o tal vez nadie, pero eso fue lo que pensé cuando me desperté en la burbuja acuosa de mi sueño. Un atardecer que se desmigajaba en el ruido de la feria, y las partículas de tiempo y circunstancia se esparcían en el viento. Las ví volar, mientras miraba a través de los barrotes negros de la ventana en arco. Un arco verde oscuro, un arco misterioso. (Por lo general los arcos son bastante altos, como invitando a entrar, a ver, a participar de lo que ocurre adentro, pero éste, mi arco, estaba más bien encorvado para ocultar el contenido, para ocultarme.)

La oscuridad de la casa trepaba por mis ojos, alterando profundidades y perspectivas. El pasado, que no es nada y se reviste de imágenes queridas, preservadas como fetiches e ídolos en cámaras cuyo registro ha desaparecido, ha perdido su cabello. Un beso (un peso) en la esquina de la boca. Un pasillo largo, adornado de verdes y amarillos. Los pasos ya no existen en esta burbuja acuosa, sólo la certeza de las lágrimas y un desplazamiento movido por la habitual hemorragia en el pecho (es sorprendente la intensidad con la que golpea aquello que ha sido encerrado hace mucho tiempo y vuelto a poner en libertad).

Al final del recorrido astral, sólo había una habitación oscura. Una mujer sentada en un largo sofá, cuyos ojos estaban absortos en la pantalla de un televisor. Un vínculo escrito con ondas eléctricas y espacios en el aire. Mi calor jamás vencería su desidia.

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